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jueves, 7 de junio de 2018

LAURA


Estaba sentada frente a la ventana, viendo como el ocaso del día y de su vida se  hacían uno. Sus arrugas eran el fiel reflejo de sus casi 80 años. Esos que, ¿celebraría?,  sola, como todos los últimos años
La casa resultaba tan enorme desde que los hijos partieran  a rumbos distantes que hicieron la lejanía aún más palpable. Es cierto: ya estaban lejos de ella, aún cuando vivían  juntos. Sus ocupaciones, sus amores, sus cosas todas, la fueron tornando invisible para ellos.
 Desde que su marido murió, cuando ella aún era una joven y hermosa mujer, pasó a ocupar el demandante oficio de madre a tiempo completo, olvidándose que la mujer aún latía dentro suyo. Dejó de llamarse “Laura”, para pasar a llamarse, primero  “la esposa de..,”. Después, “la madre de…”.
Un día, después de muchos años de soledad, de ropa planchada, de comida siempre a horario, de madrugadas para la casa reluciente, alguien llegó a llenar de sonrisas sus mañanas. Era feliz, como hacía tiempo no lo era. Sus ojos brillaban  pensando en el próximo encuentro. Él era un hombre simple, pero la amaba tanto, que no importaba mucho más. Había vuelto a tener nombre, nombre que sonaba melodioso  en su boca
 Y cuando llegó el día de presentárselo a sus hijos, el temido juicio llegó inexorable y cruel: “Te parece a tu edad?”.  “No seas ridícula, mamá!”. “Estás en edad de cuidar tus nietos, tranquilita”. Tranquilitas  sus vidas mientras ella se ocupaba de tantas cosas que le pedían, total, “vos, que no tenés nada que hacer…”
Y apretó los puños y, conteniendo sus lágrimas, le dijo adiós. Que lo suyo había sido una quimera, que se dejaron llevar por la ilusión, que, al fin y al cabo era cierto: ya estaban grandes.
Ahora, recordando todo aquello, se reclamaba su falta de coraje para defender lo suyo. Para defenderlo a él. Para defender su derecho a volver a ser mujer.
Y todos, menos ellos dos, volvieron a ser felices. Cada cosita en su lugar y “la madre  de…” , cuidando casas propias y ajenas, hijos propios y ajenos, pero descuidando la suya para siempre.
“Para que más, si nos tenés a nosotros?”, dijeron. El más grande hacía 15  años que estaba en Italia. Su trabajo lo había llevado al viejo continente y, cada tanto,  alguna llamada, que ella esperaba ansiosa pegada al teléfono, le hacía pensar que aún era su pequeño.
Sus nietos ya casi no hablaban su lengua, así que era muy poco lo que podían decirle.
La menor, en Canadá, con sus investigaciones, que la convirtieron en exitosa científica. No la llevó a vivir con ella, porque, “imaginate que no creo que te adaptes a otro lugar a tu edad”. Tu edad!!! Nunca tenía la edad correcta para vivir, ni para amar, ni para ser Laura.
Y ayer, casi por casualidad, supo que él había muerto. Sólo. Como ella. Solos…
Y lo  recordó con todo el amor que se tuvieron, con todo el dolor de su separación.
Mañana  sería su cumpleaños número ochenta. Y sólo le quedaba como compañía, esa foto gastada de tanto tenerla entre sus manos y apretada contra el pecho.
“Era su cumpleaños ochenta”, dijeron sus vecinos, cuando la encontraron sentada, como si mirase a través de la ventana, con una foto algo mojada  aún, por esas lágrimas vertidas por aquel amor que no fue…



SÓLO SU CUERPO DULCE...

Su cuerpo es una aldea
donde yo me refugio cuando truena en el cielo,
y tiemblan los follajes de mis venas
y las agrupaciones de mi pelo.

Su cuerpo dulce y hondo
y sus dos brazos como ríos sin puentes,
donde me oculto con mis tempestades
y las constelaciones furiosas de mis dientes.

Vientos como caballos
me pisan todo el pecho de pan y de amapolas,
pero voy a su cuerpo
y su cuerpo me lava la sangre con sus olas.

Sólo su cuerpo dulce
en medio de estos días con sabor a ceniza,
y a semana nocturna
sobre la matutina tela de la camisa.

Su cuerpo dividido
en colinas, en valles, en boscajes, en nidos,
y prados de amapolas
donde hay niños oscuros y linajes dormidos.

Miel tibia, leche tibia,
y el rumor de la sangre bajo la piel delgada,
el rumor de la vida
bajo la piel desnuda y levantada.

Sólo su cuerpo dulce
para el mío de fibras y de zumos amargos,
que ya está fatigado
de las noches oscuras y los caminos largos.

Carlos Castro Saavedra (Colombia 1924 - 1989)