Estaba sentada frente a la ventana,
viendo como el ocaso del día y de su vida se
hacían uno. Sus arrugas eran el fiel reflejo de sus casi 80 años. Esos
que, ¿celebraría?, sola, como todos los
últimos años
La casa resultaba tan enorme desde que
los hijos partieran a rumbos distantes
que hicieron la lejanía aún más palpable. Es cierto: ya estaban lejos de ella,
aún cuando vivían juntos. Sus
ocupaciones, sus amores, sus cosas todas, la fueron tornando invisible para
ellos.
Desde que su marido murió, cuando ella aún era
una joven y hermosa mujer, pasó a ocupar el demandante oficio de madre a tiempo
completo, olvidándose que la mujer aún latía dentro suyo. Dejó de llamarse
“Laura”, para pasar a llamarse, primero
“la esposa de..,”. Después, “la madre de…”.
Un día, después de muchos años de
soledad, de ropa planchada, de comida siempre a horario, de madrugadas para la
casa reluciente, alguien llegó a llenar de sonrisas sus mañanas. Era feliz,
como hacía tiempo no lo era. Sus ojos brillaban
pensando en el próximo encuentro. Él era un hombre simple, pero la amaba
tanto, que no importaba mucho más. Había vuelto a tener nombre, nombre que
sonaba melodioso en su boca
Y cuando llegó el día de presentárselo a sus
hijos, el temido juicio llegó inexorable y cruel: “Te parece a tu edad?”. “No seas ridícula, mamá!”. “Estás en edad de
cuidar tus nietos, tranquilita”. Tranquilitas sus vidas mientras ella se ocupaba de tantas
cosas que le pedían, total, “vos, que no tenés nada que hacer…”
Y apretó los puños y, conteniendo sus
lágrimas, le dijo adiós. Que lo suyo había sido una quimera, que se dejaron
llevar por la ilusión, que, al fin y al cabo era cierto: ya estaban grandes.
Ahora, recordando todo aquello, se
reclamaba su falta de coraje para defender lo suyo. Para defenderlo a él. Para
defender su derecho a volver a ser mujer.
Y todos, menos ellos dos, volvieron a
ser felices. Cada cosita en su lugar y “la madre de…” , cuidando casas propias y ajenas, hijos
propios y ajenos, pero descuidando la suya para siempre.
“Para que más, si nos tenés a nosotros?”,
dijeron. El más grande hacía 15 años que
estaba en Italia. Su trabajo lo había llevado al viejo continente y, cada tanto,
alguna llamada, que ella esperaba
ansiosa pegada al teléfono, le hacía pensar que aún era su pequeño.
Sus nietos ya casi no hablaban su
lengua, así que era muy poco lo que podían decirle.
La menor, en Canadá, con sus
investigaciones, que la convirtieron en exitosa científica. No la llevó a vivir
con ella, porque, “imaginate que no creo que te adaptes a otro lugar a tu
edad”. Tu edad!!! Nunca tenía la edad correcta para vivir, ni para amar, ni
para ser Laura.
Y ayer, casi por casualidad, supo que
él había muerto. Sólo. Como ella. Solos…
Y lo
recordó con todo el amor que se tuvieron, con todo el dolor de su
separación.
Mañana
sería su cumpleaños número ochenta. Y sólo le quedaba como compañía, esa
foto gastada de tanto tenerla entre sus manos y apretada contra el pecho.