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miércoles, 12 de octubre de 2011

LA AMANTE

No, no fue de ninguna manera el rímel corrido por las mañanas, al verla despertar. Tampoco fueron los ruleros ni las chinelas de ella recibiéndolo a las siete de la tarde. Fueron otras cosas menudas que se superpusieron en forma sistemática, unas a otras, a lo largo de ocho años.
Ni su cintura ensanchándose con el paso del tiempo, ni ese color terriblemente bordó de su último vestido.
Sino otras pequeñeces. Por ejemplo, el detalle de no nombrarlo nunca por su nombre, como si lo hubiese olvidado.
Por ejemplo, la manera de alcanzarle el plato servido mirando hacia otro lado. El encogimiento de hombros cuando él le comentaba algo de lo que traía encima, de la calle, de esa vida exterior que se le pegaba al cuerpo y al traje, y que ella evadía, ignoraba, todas las noches.
La respuesta que nada tenía que ver con la pregunta que le había hecho.
El mohín reprobatorio cuando  él le decía que se había encontrado con Fulano, el empecinamiento con que ella volvía aburridos todos los actos que les concernían.
El beso de buenas noches que se había perdido para siempre, y la molestia que le causaba el apuro de sus manos de hombre intentando la caricia antes del sueño.
La monotonía se había enancado en sus días, y el ramo de flores de algún domingo se había vuelto “un gasto inútil, fuera de lugar, cuando en realidad hubiera sido mejor engrosar las reservas para pagar las cuotas”.
Todo había ido a desembocar en un río de silencio, en una larga siesta de anestesia en la que dormitaba el acto de amor junto con el bostezo; y la madeja del pelo de Estela, cuidadosamente dispuesta para la salida de los sábados con el grupo de amigos de siempre, iba perdiendo brillo y sedosidad  durante los días de la semana.
La sedosidad de ese pelo, esa sedosidad que él trataba de atrapara antes de que se perdiera del todo los viernes, pero que ella rehuía o, si no, entregaba con resignación la cabeza como si fueran a decapitarla.
Víctor se sentía a veces  como un verdugo y otras veces, como un prisionero. Eran dos sensaciones antagónicas pero que se complementaban y lo dejaban vacío por dentro y por fuera. Luego sobrevenía una marea de rabia envolviéndolo, apretándolo hasta provocarle un dolor físico y, por fin, una resignación pasiva, fría, razonada con lógica ferocidad.
Podía muy bien romper todo lo que encontrara a mano, gritar, golpear las paredes con los puños, pero eso no lo conduciría a nada o lo conduciría a comprobar con amargura que las paredes permanecerían en su sitio y que la comida estaría  lista puntualmente para las nueve.
Y además, ahí estaba ella. Ella, que no se daba cuenta de nada, que sonreía con su mansa sonrisa y encendía el televisor para embobarse ante la serie semanal  correspondiente al día de la fecha. Ella, que no acusaba recibo de las violentas que a él lo carcomían.
Ella, la misma que se había ruborizado la primera vez que la besó, l misma que había caminado por la calle tomada de su  mano; la misma que había sacudido vivamente sus palabras de amor, de enamorada, de querida, de mujer, en los vehementes preámbulos del deseo y de los encuentros de la carne y la ternura  y la idealización de un conjunto de cosas que la gente llama amor.
Lo peor para Víctor era saber que tenía que tragarse la rabia y el desencanto porque una vez, esa única vez  en que había intentado decirle que ella no lo amaba ni remotamente como él necesitaba ser amado, Estela se había convertido en una mujer escarlata, deshecha en lágrimas, y que había esgrimido su índice para señalarlo como al “hombre que está buscando complicaciones, excusas para engañar, para saciar con otras su sed de aventuras  y sus ansias de cambio”.
En verdad, los pensamientos de Víctor  distaban mucho de ser esos que ella le adjudicaba.
Ni remotamente se le había ocurrido la posibilidad de buscar otra mujer, de someter o someterse a otra mujer.
Lo que quería, sencillamente, era recuperar a la mujer que Estela había sido alguna vez; ganarla para su causa, sacudirla con sus mismos estremecimientos, conseguir que siguiera con interés, hiladamente sin saltos de letra, sus palabras, que convirtiera ese monólogo de hombre en que se habían transformado sus confidencias, en el diálogo de una pareja de seres humanos que tiene la necesidad de la comunicación y la compañía.
Sólo eso. Nada más que eso. Y sin embargo, TODO ESO.
Pero “otra”, no, en otra no había pensado…
No lo había pensado hasta ese momento, hasta el mismo instante en que ella pronunció la frase y le abrió de pronto una posible ventana a la luz, a una ensoñación casi adolescente, alocada y pueril y, no obstante, maravillosa.
Entonces empezó a mirar a las mujeres que pasaban a su lado; empezó a mirarlas con detenimiento, con interés, con toda la intención de abordarlas.
Era un pescador echando redes. Grandes redes hechas con sus cabellos, con sus dientes, con sus ojos, con su cinco sentidos agudizados y alertados por la pasión que lo encendía, piel hacia adentro y hacia afuera.
Una red y una hoguera.
Eso era.
Hasta que por fin, una tarde, una tarde parecida a cualquier otra tarde, murmuró un nombre que podía ser el nombre de muchas mujeres, pero le pertenecía sólo a ella: pelo anaranjado, ojos color aceitunas, ni linda ni fea, ni demasiado joven.
Marta,. Marta Lucero, perito mercantil, empleada del tercer piso, sección contaduría.
Le dijo: “marta, ¿vamos a tomar un café?”.
Y ella respondió: “Bueno, vamos”.
Sencillamente eso.

                                                                           POLDY BIRD


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